Sin embargo, ahora sólo queda arena. Unos cincuenta metros de diámetro, quizá apenas un metro de altura. Sola en la inmensidad del mar. Las pequeñas olas hacen que el Tuvalu -anclado un poco fuera de la isla en uno de las pocas areas de arena- se balancee suavemente de un lado a otro.

Alrededor nuestro se hallan arrecifes de coral. Pequeñas formaciones parecidas a coliflores, grandes cabezas como cerebros gigantes, abanicos de filigrana que flotan de un lado a otro en la corriente. La naturaleza ha vuelto a dejar volar aquí su imaginación infinita. Además, miles de peces nadan por el paisaje submarino de ensueño. Grandes, pequeños, rayados, manchados, de todos los colores imaginables. Una tortuga sale a la superficie resoplando, una manta gigante se sumerge. Un sueño absoluto.

Tras horas de snorkel, volvemos a la isla de arena al atardecer. Assan está hoy aquí con su esposa Eenal, sus hermanas Sitha, Rahma, Aafreen y su cuñado Hussein. La isla es infinitamente pequeña, pero enseguida nos invitan a cenar en su improvisado picnic. Prueba bocados desconocidos de atún, algas, arroz… todo bastante picante y muy sabroso.

Cuenta Hussein. Hace veinte años, Kudafarufasgandu aún era una isla verdadera y grande. Con palmeras, una densa jungla. Los pájaros cantaban, los grillos piaban, los monos saltaban de un lado a otro. Aquí recogíamos cocos, nos sentábamos en la playa a la sombra, contemplábamos la puesta de sol al atardecer, como hacemos ahora.

Desde esta mañana estamos de nuevo en la ruta. El mar es cristalino, plano como un espejo, sólo un viento suave acaricia nuestras velas. El ambiente aquí al comienzo de nuestro viaje oceánico de dos semanas hacia Yibuti no podía ser más plácido. Pero las apariencias engañan. Lentamente, el nivel del mar sube, aunque sólo sea unos milímetros al año. Poco a poco, las Maldivas desaparecen del horizonte.

Kudafarufasgandu en Google Earth