Es estupendo que no te marees, le digo al novato. El observa la costa oeste de Lanzarote con una mirada algo trastornada. Los vientos alisios soplan con fuerza. Como si quisieran demostrarle que aquí estamos en un verdadero océano. Nada que ver con el domesticado Mediterráneo, donde suele chapotear con sus hijos en la playa de Benicasim. Aquí es donde está la acción. El yate baila al son de las olas. El estómago del hombre de la tierra desea estabilidad. Pero le toca navegar sus primeras millas.
Por la mañana seguíamos fondeados en la Playa Francesa de La Graciosa, una de mis islas favoritas. Como suele ocurrir, once años después de la última visita, uno está algo desilusionado. La imagen idealizada de la isla perdida en la nada puede no corresponder a la realidad de hoy. En nuestra última visita, en 2011, cuando navegábamos hacia el Caribe, todavía la percibíamos como un nido dormido en el fin del mundo. Pero ahora parece estar firmemente en manos del turismo. El viejo pescador Romero tiene ahora cuatro enormes catamaranes en funcionamiento, uno de los cuales está anclado justo a nuestro lado con un Reguetón atronador y decenas de turistas borrachos. El pueblo de La Aleta del Cebo ha crecido aún más y Romero -quien si no- explota ahora varios pisos de vacaciones aquí. Sigue siendo bonito, aunque antes era mejor. Pero eso es lo que decía ya mi abuela.
Así que, aprovechando los vientos alisios establecidos, nos ponemos en marcha de nuevo, con Boris, curtido navegante tras varios viajes en el Tuvalu, y el novato como tripulación. Poco después de mi alegre comentario mencionado al principio, llega el momento. «Dime, ¿tendría sentido tragarse una Biodramina?», me pregunta el novato. El asunto sigue su curso irrevocable. Recuerdo mi primer viaje por el océano. En 1987 en el Caribe con Heinz y Rosi. Donde, después de dos horas en la ola del Caribe con la cara verde, me pareció despedirme definitivamente de mi gran pasión como navegante oceánico. Pero también el novato actual sobrevive la prueba con firmeza y rapidez. En el canal entre Lanzarote y Fuerteventura, su estómago está restablecido. Sea real o simplemente debido a su decidida voluntad. Pronto estamos anclados frente a la Isla de Lobos como si no hubiera pasado nada. Aquí también hay el mismo espectáculo; una jauría de catamaranes con Reguetón.
Al día siguiente navegamos contra el viento haciendo bordos, el yate escora, el viento arremete, las olas salpican, con el novato sentado bajo el timón y mirando embelesado las velas. Dos horas después, fondeamos justo detrás de las rocas protectoras de color marrón rojizo de Playa Papagayo, en el sur de Lanzarote. Al anochecer, el viento sube y pronto zumba en el mástil a treinta nudos, pero hacemos audazmente un último viaje a tierra. Caminamos por las amplias y áridas dunas con las ráfagas a nuestras espaldas. La arena vuela horizontalmente como si estuviéramos en una tormenta de arena en el cercano Sahara o en el Canal de Suez. Pronto estamos luchando por volver al chinchorro con arena en los ojos. Pues bien, una excursión a tierra siempre está plagada de peligros para los marineros. Al llegar a la popa del yate, que se tambalea en el agitado mar, el capitán cae al agua, y el fueraborda del bote volcado también. Pero al menos el novato ya está a bordo.
Al día siguiente, en lugar de tumbarnos en la playa entre las bellezas canarias, desmontamos el carburador del motor fueraborda y ponemos todo en orden. El novato aprende: haciendo bricolaje se da la vuelta al mundo, la navegación oceánica a veces puede ser dura. Tras una semana de navegación en Lanzarote llegamos al puerto deportivo de Arrecife. Ahora, nuestro novato Lorenzo está listo para futuras travesías oceánicas.
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