Y, sin embargo, muy diferente. Desde finales de abril, con Imma estoy de vuelta en el Tuvalu, que lleva ocho meses esperándonos en tierra, en una pequeña isla del Egeo. Igual que en Langkawi. Solitario, pero rodeado de congéneres, aunque casi nunca hayan llegado tan lejos. Mientras tanto, la tripulación se ha quedado en Barcelona.
Porque el invierno en el Mediterráneo es frío. En lugar de dejarnos salpicar por el agua, nos dedicamos a la vida urbana. Visitando museos, conciertos, reencontrándonos con viejos y queridos amigos, con otros circunnavegadores que nos entienden mejor. En resumen: intentamos encontrarnos. Nuestra hija Alba y su pareja Iván nos han dado una nieta maravillosa que ya lleva sangre de navegante en las venas. Si eso no es motivo para que los nuevos abuelos se queden en el barrio.
Pero los pensamientos son profundos, las experiencias de la circunnavegación imborrables. Por eso estamos de vuelta. En Leros, ponemos en marcha de nuevo al Tuvalu. Está feliz de volver al agua fresca. Como siempre, al principio todavía tiene algunos desajustes y fallos técnicos pequeños. Pero con paciencia y perseverancia, lo arreglamos poco a poco, como siempre. No en vano el Tuvalu ya tiene veinte años, es mayor de edad y ha sido bañada por todos los océanos.
Así que nos ponemos en marcha de nuevo. Durante los próximos meses, intentaremos comprender qué hacer después de una circunnavegación. Demasiada planificación es inútil. Porque de repente, un arrecife se coloca delante de la proa o un océano se abre. Lo hemos aprendido en los largos años en el mar. Todo vuelve a ser diferente. Solo cuenta el momento.
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