Cansado, el sol se abre camino entre la bruma lechosa del atardecer. Como si de repente hubiera perdido su energía infinita, la que calienta, la que da vida. Se acabó. Final de la partida. Lo siento, queridos humanos, se acabó. Un tenue círculo blanco se dibuja en el horizonte brumoso. Como si fuera una broma de despedida de nuestra querida estrella celeste. Esperemos que sólo sea el Sahara cercano, el polvo del desierto. ¿O serán los primeros signos del Apocalipsis?
Llegamos tarde porque el viento no ha querido soplar como esperábamos. Queremos llegar al seductor Sha’ab Abu Fendera´. Para alcanzar nuestro destino sano y salvo, necesitamos la ayuda del sol. Al menos algo de luz diurna. Navegación visual. Hay que evitar los peligrosos arrecifes de coral medio sumergidos en el agua. Abrirnos camino y pasar la noche en aguas tranquilas. No hay alternativas posibles en un radio de cincuenta millas. De día ya es una entrada peligrosa, por no hablar de una noche completamente cerrada.
¿Por qué demonios siempre quiero ir a lugares remotos? Medio sumergidos en el agua, dispuestos a convertirse en la Atlántida. Poniendo en peligro el yate. A menudo con información lamentable sobre el lugar. Con cartas Navionics que se equivocan hasta en media milla. Con rutas inverificables de otros navegantes. Esperando que mi programa geolocalice correctamente las imágenes de Google Earth. Si un arrecife raja nuestro delgado casco de plástico nos hundimos. Que estupidez! Podría navegar tranquilamente de puerto en puerto, como lo hacen muchos otros circumnavegadores. Incluso cargar el yate en un carguero para cruzar el Mar Rojo. Vergonzoso. Si al menos tuviera un barco de acero o aluminio que resistiera mejor los rasguños. Pero no. Obstinado o estúpido, pero aún así me lanzo.
Incomprensiblemente me siento atraído por la magia de aquellos lugares que no son ni tierra ni mar. Aquellos que quieren eludir a los visitantes humanos. Los que se encuentran fuera de la ruta, olvidados, dejados, abandonados a su suerte. Probablemente sea más fantasía que realidad. Donde se reúnen más tiburones martillo que personas. ¿Habré soñado demasiado con la aparición repentina de fondeos en aguas tranquilas, durante las largas travesías oceánicas?
Quizá sea el deseo de poner a prueba los límites de mis capacidades. Asumir conscientemente el riesgo para luego ser recompensado. Abandonar la zona de confort del normalmente precavido -¿o debería decir temeroso? – circumnavegador. Todo a pesar de mi gran respeto por el mar. Pone límites, pero es permisivo. Sólo hay que querer. En el Mar Rojo, esto nos lleva primero a Sangareb, y luego al arrecife de Shab Rumi. Ambos son atolones de primera. En ellos nos abrimos paso cuidadosamente con la luz cenital del mediodía, esquivando todos los arrecifes angulosos, sin sufrir daño alguno.
Pero hoy, en el arrecife Sha’ab Abu Fendera, definitivamente llegamos demasiado tarde. El sol, ridículamente pálido acaba de despedirse entre la bruma. La noche cae sobre nosotros como una oscura y pesada manta. Se traga la escasa luz que queda. Una noche intimidante se extiende sobre nosotros. Pero aún quedan 10 millas para llegar a nuestro destino. El plan más sensato sería navegar a la deriva en alta mar hasta la mañana siguiente. Pero el calmado arrecife nos llama. Como el canto de las sirenas de Homero. Habría que taparse los oídos con cera. Así que, contra toda lógica, decido intentarlo. Confío en Google Earth. El pronóstico anuncia mar calmada, antes de que el viento vuelva a soplar con fuerza del norte. Así al menos podremos llegar a paso de tortuga, me dice mi sentido común, haciendo caso omiso a mi intelecto.
Dicho y hecho. Me pongo al timón. No veo absolutamente nada. Excepto el débil resplandor de la tableta electrónica. Boris se balancea en la proa tratando de divisar sin éxito algún destello del arrecife. ¿Para qué le habré mandado a proa? Avanzamos a tientas. Un nudo de velocidad, el motor zumba silenciosamente. Profundidad del agua 75 metros. 50. 25. Entonces oigo el rugido de las olas rompiendo en el arrecife. Estamos cerca.
El mar se calma. Estamos dentro. Eso parece. Sin haber encallado en alguna roca desconocida. Dando vueltas con cuidado. Buscando una profundidad adecuada para fondear. Pero todo supera los 20 metros. Desconozco si estamos encina de cabezas de corral propensas a enredar la cadena del ancla. No vemos absolutamente nada. Entonces me decido. ¿Por qué seguir dando vueltas? El ancla se sumerge a toda pastilla. Soltamos los 85 metros de cadena. Probamos retrocediendo con fuerza. Aguanta. Uf.
Fondeados tranquilamente en medio del mar infinito. Exhausto pero exultante, me siento en la cabina. Alzo la mirada al firmamento con sus millones de estrellas brillantes. Soledad y compenetración con la naturaleza. Por eso estamos aquí. Todo el peso desvanece. Me siento ligero.
Mar Rojo, Egypto, marzo de 2023
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