El camello me observa, masticando pensativo. Se encuentra junto a un pequeño muro semiderruido del que queda en pié un arco hecho con cariño de piedra arenisca. De la clave cuelga un pequeño gancho oxidado del que no se sabe para qué sirve. Una puerta a ninguna parte. Brilla dorada y acogedora bajo el sol rojizo del atardecer. Un mal paso del animal del desierto y la puerta celeste se derrumbaría. Por suerte el camello eructa plácidamente y da dos pasos hacia el lado opuesto. Parece que el arbusto verde semiseco es más apetecible.
Realmente no queda mucho de la antigua ciudad de Suakin. Dos pequeñas mezquitas. Un hotel blanco acabado, que espera ser inaugurado antes de que vuelva a derrumbarse. El resto son en su mayoría montones caóticos de escombros. Aunque todavía se puede distinguir algún muro tambaleante y alguna esquina de casa, que se erige frágilmente hacia el cielo. Un perro ladra desesperadamente. Un anciano, con una larga túnica blanca que llega hasta el suelo, sentado en cuclillas bajo un implacable sol abrasador. Ofrece a los turistas conchas, colocadas sobre una tabla tambaleante. Pero no hay ninguno, excepto nosotros dos.
Esperanzados cruzamos el puente hacia el otro lado de la ciudad. Aquí ya no encontramos camellos, pero un burro pasa trotando a nuestro lado. Tira de un sencillo carro que transporta un pequeño depósito redondo de agua. Probablemente sea para abastecer a la gente que vive aquí. No tardamos en entablar conversación con ellos. A veces sólo de forma breve. Por desgracia no hablamos árabe y mucho menos una de las innumerables lenguas sudanesas locales. Pero la alegría que se dibuja en sus cálidos rostros, su demanda de hacerles fotos para llevarnos un trozo de su cultura, supera todas las barreras.
Nos adentramos en una zona repleta de puestos desvencijados. Vendedores ambulantes ofrecen una selección más bien modesta de tomates, patatas, plátanos, cebollas y dátiles. Muchos mercaderes y pocas variedades en una tierra desértica. El olor a pan árabe recién horneado seduce mi olfato. Allí, a su vez, en grandes cuencos planos se comercian coloridas especias y una infinita variedad de cereales.
Pero esta parte de la ciudad se presenta casi igual que la parte antigua de Suakin: Montañas de piedras, únicamente que aquí se las han arreglado para vivir entre ellas. Pobreza absoluta, sobrevivir con nada. Unos pocos paneles solares, alguna línea eléctrica. Por la noche se encuentra prácticamente todo a oscuras. Vives el momento, dice Mohamed, que al acabar nuestras compras, nos lleva en su tuk-tuk de vuelta a nuestro fondeo situado entre las dos «ciudades». El futuro es imprevisible, mañana todo puede volver a ser diferente. Tal vez enferme, mi madre fallezca o mi hijo tenga un accidente. Alá lo sabrá. Pero hoy estoy bien, así que ¿de qué debo preocuparme, hermano mío? – dice de todo corazón, mirándome a los ojos.
Suakin, Sudán, marzo de 2023
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“Vives el momento” Que paradoja, en estos lugares donde no poseen bienes materiales, son mucho más sabios que nosotros. Tenemos mucho que observar y que aprender. Gracias por compartirlo Hans. Un gran abrazo.
Maasslama ya Hans
Kaif haluki? Tamalt safar gamila gadid.
Allah chalik
Rägle
….. wäre Arabisch lateinisch geschrieben
عزيزي ابن عم المفضل. شكرا جزيلا لتعليقك الجميل. لقد فهمت كل شيء بالطبع ما عدا ذلك الذي برقبة. بإخلاص