Huaah. Huaah. Hou hou hou. Así se plantan temibles en la playa. Detrás de ellos, la densa jungla verde; delante, el precioso fondeadero. Donde por fin el Tuvalu vuelve a anclar tranquilamente. Huaah. Huaah. Sus rostros están pintados de negro, sus gestos claramente despectivos. No, el desembarco de enlace cultural en la playa no es realmente aconsejable. Los músculos de la poderosa parte superior del cuerpo del macho están tensos hasta el punto de ruptura. Junto con su confiada pareja, que comparte los rituales, salen rugiendo hacia el yate extranjero. ¿Hay maoríes ajenos a la civilización en la playa? ¿O es que de repente me han transportado a las Marquesas? ¿Es la playa un campo de entrenamiento para los All Blacks de Nueva Zelanda? Huaah. Huaah. Hou hou hou – me gritan.
Con mis prismáticos miro desde la seguridad del barco hacia la orilla. Recuerdo a Magallanes, que solía disparar una salva de cañonazos en esos momentos, para apaciguar la situación, como sabiamente explica en sus memorias. Pero a bordo del Tuvalu sólo hay arpones sin filo y machetes romos.
Mientras observo atentamente la situación con unos prismáticos desde una distancia segura, me doy cuenta de que los indígenas salvajes deben de ser la hija Alba y su compañero Iván, que pintados de negro y por tanto casi irreconocibles, siguen agitándose en la playa. Así que navego que el chinchorro con tranquilidad hasta acercarme a eellos. La tribu de remo, como se llaman a sí mismos, me saluda en voz alta:
¡Buenos días, Sr. White! Los miro a ambos perplejo. Precisamente Walt White, Heisenberg, el clásico perdedor. Ese inefable, aunque totalmente simpático profesor de química y productor de anfetaminas de la serie de Netflix Breaking Bad. ¡Así es como me ven! Sin embargo, siempre me he considerado una autoridad experimentada: Capitán, padre, navegante de altura. Lo que aparenta hacia fuera no siempre es lo real, me explica Alba con cariño.
Su visita durante las vacaciones me permite disfrutar de unas maravillosas vacaciones en familia, así que navegamos por la isla de Langkawi durante una semana. Además, puedo probar todos los sistemas revisados del yate en el medio marino. Los cuatro necesitamos urgentemente unas vacaciones. Alba e Iván para recuperarse de sus intensos trabajos en Barcelona. Que el capitán piense por fin en otra cosa que no sean los nudos indescifrables cables eléctricos, juntas de culatas y fugas en las pasacascos. El Tuvalu se siente como si acabara de regresar de una estancia de varios meses en una clínica de rehabilitación. Sólo falta Imma -también hay que decirlo aquí- porque sigue con su madre en Barcelona, que padece Alzheimer.
Así que nos abrimos paso lentamente por la isla en etapas diarias. Pasamos la noche en mundos de ensueño asiáticos, remontamos en lancha neumática ríos que se adentran en la selva, saltamos cascadas, escalamos solitarias islas rocosas para tener una vista lejana, penetramos en cuevas misteriosas asustando a los murciélagos, caminamos por largas playas de arena.
Iván sobrevive con éxito a la inquisición paternal del capitán, resulta ser un navegante, aspirante atento y con todo el potencial. Alba ya está curtida náuticamente y espera emprender pronto su propio gran viaje con Iván. Innumerables conversaciones apasionantes completan la armoniosa semana familiar. Bueno, casi armonioso, si no fuera por el repentino y aterrador grito de «Huaah, Huaah» procedente de la playa, que asusta al Mr. White hasta el tuétano de los huesos.
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